martes, 9 de agosto de 2011

RECUERDOS DE ORO: POR PACO FOX

Para el inicio de la quinta edición de Recuerdos de oro tenemos el placer de contar con Paco Fox, creador del blog Vicisitud y sordidez:http://vicisitudysordidez.blogspot.com/, y copresentador de los programas Videofobia en la web http://www.viruete.com/category/videofobia; y Cine Basura en Canal + Xtra.
¡Un post de encargo para un blog que no es de humor! Por una vez puedo relajarme y no estar pensando en soltar una tontería por párrafo. Más bien soltaré una tontería por párrafo sin pensar y de manera natural. Porque no puedo escribir de otra forma. Cual ñordo duro falto de fibra, simplemente no me sale.
El amigo Alex me encargó que escribiera sobre cosas de la infancia. Ciertamente, me paso todo el día hablando de películas. Por ello, no hablaré de mis recuerdos infantiles cinematográficos. También he dado la tabarra mucho de mi vida privada en mi blog, por lo que no me dedicaré a mis recuerdos familiares. Por otra parte, todo el mundo con mi edad tiene más o menos los mismos recuerdos televisivos, por lo cual tampoco hablaré de series. Ni escogeré la copa que hay delante de mí. Porque la iocaína procede de Australia, como todo el mundo sabe. Y Australia está poblada por criminales. Y los criminales están acostumbrados a que la gente no confíe en ellos, tal y como yo no confío en vos, por lo que claramente....

Vale, ya está. Es que me gusta mucho ‘La princesa prometida’. En parte gracias a la banda sonora de Mark Knopfler, líder del primer grupo musical del que fui verdadero fan. Lo cual me lleva a pensar que lo más adecuado sería escribir sobre mi infancia musical. Ese momento en que el gusto está en pañales. En mi caso, en pañales necesitados de un cambio urgente.
Cuando era niño, inocente y bastante insoportable, lo que más escuchaba era lo usual: mis discos de Los Payasos o de Enrique y Ana, los cuales creo que tenía más por inercia que por verdadero interés. Sin embargo, lo mío era sobre todo poner una y otra vez un disco recopilatorio de música adulta que incluía, nunca entendí por qué, el tema principal de ‘Don Quijote de la Mancha’. Me gustaría pensar que era una señal de mis futuros gustos, por aquello de esa épica introducción con coros. Pero sospecho que más bien se trataba de que la voz de Miliki siempre me pareció desagradable, que Ana no me ponía nada y que Enrique del Pozo era Enrique del Pozo.

Parchís nunca me interesó demasiado y, un tiempo más tarde, dediqué mis horas al lado del tocadiscos a escuchar schlager para niños en la figura del Padre Abraham en el país de los Pitufos. Pero secretamente, lo que más me gustaba era lo que oía por la radio. Yo era más de canciones de los mayores. De Perales, Pimpinela y Bertín Osborne. Incluso de esa obra maestra del aspartamo-pop que era ‘Sólo pienso en tí’, de Víctor Manuel. Nada de música extranjera, en un doloroso contraste con mi colección actual de discos, que sólo contiene cuatro artistas cantando en español y uno de ellos es italiano.
Antes de que ‘hacer algo secretamente en casa’ fuera sinónimo de ‘onanismo desaforado’, yo me dedicaba a poner cuando no me veían algunos de los escasos discos de mis padres, los cuales nunca han sido gente muy musical. Pero al menos me permitieron deleitarme con clásicos del mundo viejuno como ‘Olvídame y pega la vuelta’ o ‘Noches de San Juan’. Pero, repentinamente, la bolsa escrotal creció, yo no crecí, y empecé a interesarme más activamente en la música. Veía todos los video clips que ponían en televisión, sobre todo en esos momentos de desconexión territorial en los que no paraban de repetir el ‘Money for nothing’ de Dire Straits, ‘Pictures in the Dark’ de Mike Oldfield, el ‘Take on Me’ de A-Ha o cualquier cosa con animación que pareciera moen-na y atrevida.
Y como retrete en restaurante de parada de autobús de carretera, empecé a tragarme de todo y desenfrenadamente. Por algún motivo, tenía mucha memoria para la música, y era capaz de recitar los popurrís de chirigotas de las casetes mortales con las que mi padre me torturaba cuando íbamos de viaje. De hecho, gracias a esos popurrís (espantos cthulhunianos en los que se utilizan melodías populares con letras humorísticas), mi cultura musical de todos los éxitos del pop anteriores a mi nacimiento era amplísima. Mi queridísima madre quiso reconducir toda esa habilidad a que recibiera clases de piano, pero, si bien podía desenvolverme con soltura en el solfeo, delante de un teclado daba más miedo que Jason Voorhees en una ferretería.

Claro que tampoco hay que llevarse a engaño: como a cualquier niño de bien, la música clásica me aburría más que un disco de Fleet Foxes interpretando a Stockhausen. Cuando eres infante es el momento de disfrutar de pop chorra y letras irrisorias. Por lo tanto, la primera casete que compré (en complot con mi hermano, tres años mayor, pero nunca muy aficionado a la música) fue ‘Entre el cielo y el suelo’ de Mecano. Esa fue la primera pata del cacao sónico de mi infancia.
La segunda y tercera la formaron las dos primeras cintas que conseguí en casa de un amigo que poseía el Santo Grital: un tocadiscos que podía grabar casetes. Fueron ‘The Final Countdown’ (El disco a lo largo de 1986) y el primer LP de The Communards. El cuarto lado de mi cuadriculada base musical fue el primer disco que me compré al 100% con mi dinero ahorrado a base de no comer poloflanes (en mi pueblo, nombre oficial de los Flash). En una época en la que mi principal prioridad presupuestaria eran los juegos de Ultimate (a pesar de que nunca me los acababa) o de Dinamic (a pesar de que me cago en su puta madre cómo me timaban esos cabrones), eso era un sacrificio económico de primer orden. ¿En qué invertí mis duramente ahorradas pesetas? Pues en Franco Battiato, of course. Con 12 años. Escuchando cosas como ‘Yo prefiero la ensalada a Beethoeven y Sinatra / A Vivaldi uvas pasas que me dan más calorías’.
Por lo tanto, mi base musical quedó establecida, cual hórreo del horror, sobre cuatro pilares:

Vicisitud (Mecano), Épica y Laca (Europe), Gaycidad (Communards) y What the Fuck (Battiato). Iba a decir que el día que encontrara un grupo que me diera todo esto al mismo tiempo, surgiría una nueva era en la que la gente irá por las calles perdiendo masa encefálica, portando lazos en los penes y, por lo tanto, mucho más feliz. Pero mirando mi colección de CDs me doy cuenta de que tengo varios ejemplos de esta unión ultraterrena y no voy por la calle dejando caer cachos de cerebro. Lo que haga debajo de mis calzones, por otra parte, es algo entre yo y la que pronto será mi exmujer si no dejo de hacer el imbécil.

Mientras que muchos de mis amigos actuales pasaron sin problemas de Europe a Journey, Poison o cualquier AORterismo del güeno, yo dejé mi afición por el rock un poco apartada y me imbuí del espíritu ochentero en esencia: Stock, Aitken y Waterman. Mi segunda compra surgió de una tremenda lucha interna entre lo que yo sospechaba que era una mariconada de calidad (el ‘Red’ de Communards) y lo que de una manera instintiva sabía que era una mariconada de música Mac Donalds: El primer disco de Rick Astley. Como por aquella época escuchaba mucho a C.C. Catch (por erotismo) y a Modern Talking (por erotismo), me decidí por el pop alegre de la segunda opción. Claro que dio igual: la tercera compra fue ese magnífico ‘Red’, que contaba con la primera canción emotiva que realmente me traumatizó: ‘For A Friend’, dedicada a un amigo fallecido por SIDA.

Pero al fin y al cabo era un niño al que sólo le interesaba leer ‘El Hobbit’ y terminarme el ‘Target: Renegade’. Así que lo de la reivindicación sosiarl me pasaba un poco por encima cuando me compraba cosas como el ‘Actually’ de Pet Shop Boys y escuchaba ‘It Couldn’t Happen Here’. Yo adquirí ese disco inconsciente de todo subtexto de gaycidad. Lo que me fascinaba más bien era ese inquisitorio videoclip de ‘Ez Azín’. Porque ya se iniciaba mi época de obsesión medieval y por la fantasía heroica que, en lugar de conducirme por los usuales vericuetos de Blind Guardian y Manowar, acabó abocándome a los pozos de la música celta (con el tiempo aseguro que he conseguido distinguir algunas jigas entre sí; no siendo así con los ‘reels’, lo cual sería una hazaña sobrehumana. Y si sabes la distinción entre ambos, sólo puedo decirte una cosa: cuéntamela, por favor, de manera que lo entienda. Y que no me importe un carajo).
Tanta gaycidad y desgaste del casete de Franco Battiato, pero notaba que me faltaba algo. Lo mío, por mucho que escuchara música y fantaseara con participar en El Tiempo es Oro con el tema ‘Compañías y programadores de Spectrum’…

(Aunque realmente fantaseaba más con esto)…
… eran las películas. La narrativa. Las historias largas. Más ¡¡¡¡ÉPICA!!!!
Por aquellos entonces, comencé a hacerme mis propias VHS con videos grabados sobre todo del ‘3X4’, programa que veía porque los pelillos de pincho de Julia Otero me ponía cosa fina. Así vieron la luz varias afrentas a la naturaleza que comenzaban, por ejemplo, con el ‘Got My Mind Set On You’ de George Harrison, seguían con el ‘I Surrender (To The Spirit Of The Night)’, demostraban falta de decoro con un mix de Francesco Napoli y culminaban con una actuación en playback de José Luis Perales. Y en una de éstas que me dio por grabar ‘Sultans of Swing’, versión de Mark Knopfler con Eric Clapton en el concierto de Mandela. Y lo flipé. Sobre todo por la duración de la canción. Era ¡¡¡¡ÉPICA!!!! Así que, para cuando me regalaron mi primer equipo de música, pedí como primer CD el recopilatorio de Dire Straits (además del vinilo de ‘Introspective’ de Pet Shop Boys; cómo no me daba cuenta de la gaycidad del video de ‘Domino Dancing’ es algo que hoy en día no me explico).
Mi desilusión fue ligera cuando comprobé que la versión original de ‘Sultans’ hacía un feo fade antes de todo el desarrollo instrumental. Pero… estaba ‘Telegraph Road’. La canción más larga del grupo, con su historia y su tremendo clímax. Yo no lo sabía, pero estaba ya encaminado a la perdición. La inocencia de la niñez se fue por el retrete cuando, inconscientemente, me introduje en el terrorífico mundo… del rock progresivo. Pero eso ya no son recuerdos de la infancia. Gracias a peich. Porque quién sabe qué traumas arrastraría hoy si hubiera escuchado de joven ‘The Gates of Delirium’. Como su propio nombre indica.
PACO FOX

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